SIMPOSIO

LA LINGÜÍSTICA AL SERVICIO DE LOS IDIOMAS INDÍGENAS

(Austin, Universidad de Texas, 5-6 de abril de 2002)

 

Para qué le sirve la lingüística histórica al hablante de una lengua oprimida

 

Rodolfo Cerrón-Palomino

Pontificia Universidad Católica del Perú

 

“¿Qué importancia tiene saber la lengua que hablaban unos pueblos desaparecidos hace ya mucho tiempo?”

                                            Renfrew  (1990: 12)

 

 

          0. Exordio. Quisiéramos comenzar señalando, a manera de justificación,  que el título de nuestra ponencia remeda, en parte, el de un conocido trabajo del maestro y amigo que fuera don Alberto Escobar. Pero también está endeudado con otro estudio, no menos clásico que el anterior, de nuestro colega Xavier Albó.  En efecto, a principios de la década del setenta el lingüista peruano publicaba su artículo “¿Para qué sirve la lingüística al maestro de lengua?” (cf. Escobar 1972), por la misma época en que el estudioso boliviano (“por adopción”) daba a conocer también su trabajo sobre “El futuro de los idiomas oprimidos en los Andes” (cf. Albó 1974). En el mencionado estudio, Escobar llamaba la atención del maestro de lengua, por un lado, sobre la necesidad del manejo básico de los postulados generales de la ciencia lingüística a fin de superar una serie de prejuicios que a menudo enturbian y distorsionan su visión respecto del fenómeno del lenguaje, como resultado de su formación eminentemente normativista; y, por el otro, buscaba sensibilizarlo frente a la realidad lingüística andina, atravesada por el discrimen lingüístico y social, alentado especialmente desde las aulas por la sociedad dominante. La reflexión de Albó, a su turno, se centraba sobre la necesidad de definir, más allá de las tipologías en uso, la condición de las lenguas indígenas, en particular el quechua y el aimara, en el seno de las sociedades andinas, destacando su situación de idiomas interdictos u oprimidos, y proponiendo alternativas de solución para superar o al menos mitigar dicha postración. Pues bien, transcurridas tres décadas desde que se formularon tales propuestas, a la par que no creemos que ellas hayan caído en saco roto, pensamos también que muchas de las preocupaciones que inquietaron a los mencionados estudiosos siguen en pie, pues, de otro modo, no se justificaría una convocatoria como la que nos trajo aquí. Es más, la ocasión resulta igualmente propicia para intentar llevar a la práctica la terca propuesta del recientemente malogrado lingüista Keneth Hale (cf. Hale 1972, 1976), que no por solitaria deja de ser urgente, en el sentido de la necesidad de hacer de la ciencia lingüística una disciplina al servicio de la educación bilingüe de los pueblos indígenas de América.

 

          1. Singularidad de las lenguas andinas. A semejanza de los idiomas mesoamericanos, pero a diferencia de los amazónicos, las lenguas andinas, en especial las llamadas mayores (básicamente el quechua y el aimara), gozan de una amplia documentación escrita, en la forma de gramáticas, vocabularios, cartillas, tratados de evangelización, y alguno que otro material de contenido estrictamente nativo, que se remontan a la segunda mitad del siglo XVI y comienzos del XVII. Esta situación le confiere a la lingüística andina un estatuto privilegiado, en la medida en que, desde el punto de vista histórico, las lenguas cuyo estudio comprende pueden ser abordadas no sólo mediante los procedimientos tradicionales de la lingüística comparativa sino también a través de la filología y de la crítica textual. En tal sentido, en parte al menos, no estamos aquí ante “lenguas sin historia”, si hemos de seguir invocando el registro de monumentos escritos como la marca fronteriza entre historia y prehistoria. Ello es particularmente significativo, desde el momento en que algunas de las lenguas andinas fueron “reducidas en arte”, para usar una expresión muy socorrida entonces, por la misma época en que estaban siendo codificadas otras tantas de Europa, como lo ha observado oportunamente Campbell (1990).

                    Ahora bien, contrariamente a lo que ocurre con algunos de nuestros idiomas, igualmente bien documentados pero extinguidos, en el caso de los andinos estamos frente a entidades plenamente vigentes que, aunque vienen sufriendo procesos glotofágicos desde tiempos prehispánicos, persisten a través de numerosos y muy variados dialectos, sobre todo dentro de la familia quechua antes que dentro de la aimara, facilitando el trabajo de reconstrucción de las protolenguas respectivas. Esta vigencia constituye, sin duda alguna, la mejor garantía  para la recta interpretación de los documentos coloniales, pues nos permite contrastar los datos que ellos proporcionan, de carácter muchas veces ambiguo o fragmentario, con los del habla real y concreta de las variedades supérstites: situación sin duda ventajosa frente a los registros escritos para los cuales ya no es posible encontrar correlatos orales.

                    En lo que respecta a los estudios diacrónicos de las lenguas andinas mayores, se advierte en la actualidad, tras una larga etapa (1960-1980) de prescindencia, cuando no de subestimación de los registros escritos, un interés cada vez más acentuado en la necesidad de integrar los trabajos de pura reconstrucción lingüística con los de naturaleza filológica. Atrás quedó felizmente la prédica de los descriptivistas y comparatistas ortodoxos que desdeñaban todo trato con los registros escritos por considerarlos defectuosos y sesgados. La revaloración de éstos, como fuente de conocimiento directo o indirecto de las lenguas a las que documentan,  se ha visto facilitada, además, debido a la mayor accesibilidad de que gozan en virtud de su edición o reedición cuidadosa, preparadas siguiendo principios de crítica textual rigurosos. De esta manera, los estudios diacrónicos efectuados, primeramente en el quechua y recientemente en el aimara, permiten una aproximación más segura,  tanto en profundidad temporal como en detalle, a la historia lingüística y cultural de los pueblos andinos.

 

          2. La condición de lenguas oprimidas. Resulta verdad de perogrullo a estas alturas insistir en el carácter de lenguas oprimidas que ostentan nuestras lenguas indígenas, particularmente en el interior de las sociedades andinas, de corte eminentemente diglósico. En muchos casos, y especialmente en el peruano, su elevación de jure a la condición de entidades oficiales no ha conseguido romper, como era de esperarse, con el ordenamiento jerarquizado, promovido y practicado por la sociedad dominante, que las coloca en relación de subordinación respecto del castellano. En dicho contexto, la ideología de la dominación se traduce, más allá de la lengua,  en el silenciamiento del pasado prehispánico en general, pues para los grupos de poder la historia comienza en verdad con la conquista española. De allí que hablar de “lenguas nacionales”, incluyendo dentro de éstas al quechua y al aimara, constituya una herejía, y en cambio resulte natural celebrar el “día del idioma” entendiendo por éste exclusivamente el castellano. Ello explica por qué la intelligentsia nacional ha mostrado una total indiferencia respecto de la suerte y el destino de las lenguas indígenas. A lo sumo ella se ha sensibilizado convenientemente frente al legado material de los pueblos mas no ante el aporte intelectual y espiritual de los mismos, que ante sus ojos aparece como algo devaluado y arcaizante. Es esa misma clase intelectual la que prefiere hablar de una literatura quechua conocida sólo a través de traducciones castellanas muy mal hechas y distorsionadas, la que sigue perpetrando antologías de la literatura oral indígena, en las que la fidelidad al texto no cuenta, constituyendo un verdadero insulto a los pueblos que la crearon. Porque para tales intelectuales, en cuyas filas se alinean también los científicos sociales, no sólo no parece que existiera una lingüística andina sino que resulta inimaginable que  pudiera constituirse una disciplina que emule o compita con otra consagrada como lo es, por ejemplo, la lingüística románica. Para esa elite intelectual basta, a lo sumo, seguir sirviéndose, como en tiempos de la conquista, de los intérpretes, a la hora de tocar aspectos relacionados con la historia cultural de los pueblos interdictos. De esta manera, el trabajo de análisis e interpretación de los monumentos escritos está todavía en manos del simple aficionado con la sola condición de que domine la lengua en la que han sido registrados. 

            Ahora bien, lo dicho explica consiguientemente por qué no hay todavía en nuestro medio conciencia de la diferencia que existe entre un saber y un conocer lingüísticos, de manera que el concepto de lingüista que manejan los intelectuales orgánicos de nuestras sociedades andinas equivale al de simple hablista de una lengua, porque de otro modo dicho término estaría reservado exclusivamente para aludir al especialista en las lenguas llamadas de “cultura” y “civilización”. Todo ello, porque, como se dijo, las lenguas indígenas, como los pueblos que las hablan, no tienen simplemente “historia”. O, si la tienen, hay que negársela o silenciársela a sus protagonistas. Se comprenderá entonces cómo, luego del interés colonialista por estudiar las lenguas indígenas, sobreviene, tras el fragor de la gesta emancipatoria criolla y la consiguiente formación de  las repúblicas andinas, en cuyo proceso no se escatimó el uso de símbolos nativos (de soles, incas y proclamas), un largo período de postergación y negación de los valores culturales originarios, entre ellos las lenguas. Como se sabe, éstas debieron ser “redescubiertas” por los viajeros románticos del siglo XIX, en medio de la indiferencia de los intelectuales nacionales. Pero, luego de un breve paréntesis, sobrevendrá todavía otra etapa de preterición y olvido del legado lingüístico ancestral, apuntalada por el discurso “civilizador” y modernizador de comienzos del siglo XX, la misma que sólo será alterada tras los reordenamientos geopolíticos mundiales producidos a consecuencia de la segunda guerra mundial. Es cuando se instala, en nuestro medio, la corriente del descriptivismo norteamericano y del funcionalismo europeo, y, por cierto también, la lingüística histórico-comparativa,  disciplinas ambas orientadas por entonces hacia el estudio de las  lenguas exóticas.

 

3. Las nuevas corrientes indigenistas y el despertar de la conciencia étnico-lingüística. La década del setenta constituye sin duda un verdadero hito en el despertar de la conciencia étnica e idiomática de los pueblos indígenas de América hispana. En efecto,  según se puede apreciar en los manifiestos dados a conocer en las memorables reuniones de Barbados (1971, 1977; cf. Batalla 1979), grupos de indígenas organizados, líderes y promotores sociales, así como intelectuales de orientación neoindigenista,  recusadores de las políticas asimilacionistas tradicionales, elaboraron un programa de acciones prácticas conducentes a la reivindicación política, sociocultural y lingüística de los pueblos sometidos a diversas modalidades de colonialismo interno. La plataforma de lucha aspiraba, entre las acciones políticas más inmediatas, al reconocimiento pleno del pluralismo étnico dentro de los estados nacionales, hasta entonces hegemónicos y excluyentes; y, en el ámbito educativo, se pasaba a cuestionar a fondo  las prácticas de educación bilingüe vigentes, de naturaleza eminentemente transicional, propugnándose como alternativa una nueva modalidad de desarrollo y mantenimiento, que después derivará en lo que más tarde se llamará educación bilingüe intercultural. Todo ello constituía un reto novedoso para las propias organizaciones indígenas y un abierto enfrentamiento con los estados  de orientación claramente segregacionista o, en el mejor de los casos, de vocación paternalista. 

            Por lo que respecta a los países andinos, la presión de los movimientos neoindigenistas se tradujo, por lo menos formalmente, en el reconocimiento por parte del estado de algunos de tales reclamos. En efecto, dentro de dicho contexto el gobierno peruano se verá en la necesidad de oficializar el quechua (1975), dictando medidas conducentes a su puesta en marcha, a la par que sus similares del Ecuador y Bolivia, presionados por los movimientos organizados, no tendrán otra alternativa que la de reconocer el derecho de los pueblos indios a una verdadera educación bilingüe de mantenimiento. En algunos países, como el peruano, las conquistas quedarán truncas y mediatizadas, pero en otros, ellas serán institucionalizadas o cooptadas por gobiernos que mostraron una mayor “apertura” a tales reivindicaciones. En cualquier caso, en los últimos decenios, las acciones de educación bilingüe intercultural, delegadas a organismos pro-gubernamentales o emprendidas directamente por el gobierno central, han ido cubriendo mayores espacios y abarcando nuevos territorios, ante el reclamo persistente y organizado de sus propios exponentes. Es en dicho contexto que los retos de una educación bilingüe-intercultural han motivado una verdadera reorientación en el trabajo lingüístico de los especialistas, hasta entonces poco o nada comprometidos con la reivindicación de los pueblos andinos.

            Ahora bien, para muchos lingüistas de nuestra generación, ello implicó pasar de la simple descripción del objeto lingüístico, con un enfoque marcadamente gramaticista, a una praxis de orientación más bien sociolingüística, a la que no podían ni debían serle ajenas las valoraciones y las prescripciones respecto de su objeto de estudio. Había llegado el momento de apoyar la puesta en marcha de tales programas, codificando las lenguas a ser empleadas dentro de ellos, dotándolas de alfabetos, gramáticas y diccionarios; pero también participando directamente en la elaboración de materiales bilingües, capacitando educadores, y formando intelectuales bilingües, como lo prueban las experiencias verdaderamente novedosas de Puno (Perú), Cuenca (Ecuador) y Cochabamba (Bolivia). Sólo de esta manera podía el lingüista responder, muchas veces en abierta contradicción con sus profundas convicciones emanadas de una ciencia cada vez más exclusivista, a las demandas y los desafíos de las reivindicaciones idiomáticas. Dentro de esta tarea, se imponía, por parte del especialista, la necesidad de trascender los hechos lingüísticos, observables o inferidos, no sólo más allá de la pura descripción gramatical y la determinación de isoglosas dialectales sino también de los trabajos comparatísticos descarnados y esquemáticos, para remontarlos y encararlos en función de su historia propiamente idiomática y sociocultural. Es precisamente en esta dirección que quisiéramos orientar las reflexiones que pasamos a exponer.

 

4. Conciencia histórica y reivindicación idiomática. Los retos y desafíos de la nueva educación bilingüe tuvieron el efecto de congregar esfuerzos y voluntades en torno a una común preocupación en la que participaron de manera intensa especialistas de distintas disciplinas, en especial educadores, lingüistas y antropólogos. Desde el punto de vista lingüístico, las realidades sobre las que debía intervenirse no eran las mismas para el quechua y para el aimara, las únicas dos lenguas que por entonces podían atenderse dentro de los programas de educación bilingüe de los países andinos. Distinta era, en efecto, la situación del quechua, con profundas diferencias dialectales y una mayor cobertura territorial, frente a la del aimara, con muy poca diversificación interna, y menor distribución espacial, para hablar sólo de una de sus ramas principales. La cobertura geográfica de las mismas por países tampoco era parecida: mientras que en el Perú y Bolivia la atención se dividía entre el quechua y el aimara, en el Ecuador, eminentemente quechua, la preocupación estaba centrada en esta lengua. Ahora bien, desde el punto de vista del desarrollo de la disciplina en el medio, el quechua le llevaba la ventaja al aimara. En efecto, como se dijo, los estudios del quechua, tanto sincrónicos como diacrónicos, alcanzaron un nivel extraordinario en la década del sesenta; los del aimara, en cambio, descuidaron el trabajo histórico, quedándose en el descriptivo y dialectológico, a lo sumo. Este desarrollo desigual tendría repercusiones en los trabajos de codificación y normalización de las lenguas involucradas, y había que esperar hasta la década del noventa para que los estudios aimarísticos pudieran ponerse al día en cuestiones diacrónicas (cf. Cerrón-Palomino 2000). Como resultado de ello, nuestra percepción del pasado andino se ha visto enormemente enriquecida.  Conviene, pues, a estas alturas de nuestra exposición, y en el contexto descrito, señalar en qué medida los aportes de la lingüística histórica constituye un verdadero pivote a los efectos del despertar de la conciencia histórica de los hablantes de una lengua oprimida.

          Pues bien, tradicionalmente se ha sostenido que la lengua constituye uno de los pilares fundamentales en el que se sustenta la identidad de un pueblo. De allí que se haya dicho que la mejor justificación de la necesidad de indagar sobre el pasado lingüístico es saber qué idiomas hablaban nuestros antepasados y cómo la lengua en la que nos expresamos hoy se explica a partir de lo que hablaban nuestros predecesores.  Sin embargo, en el contexto andino, según lo han probado algunos trabajos destinados a sondear los criterios subjetivos y objetivos que definirían la membresía dentro de una categoría identitaria (cf. Primov 1974, Albó 1980, Montoya y López 1988), llámese en este caso quechua o aimara, el factor lingüístico no siempre parece desempeñar un papel definitorio en la autopercepción de los individuos. Ello, porque la lengua indígena, en su condición de entidad venida a menos, no sólo no es practicada libremente en los espacios reducidos a los que se la confina sino también, peor aún, se la niega abiertamente, como un mecanismo de defensa ante el discrimen idiomático. Esta situación, que la sociedad en su conjunto aceptaba como un hecho normal y heredado ha venido siendo cuestionada, como se dijo, en las últimas décadas del siglo pasado, gracias a los movimientos de reivindicación étnica, y, como resultado de ello, a la par que se han acentuado las adhesiones idiomáticas, han resurgido también nuevas lealtades lingüísticas. Pues bien, creemos que el enfoque histórico de los hechos puede ayudar a comprender mejor la realidad actual de las sociedades oprimidas. Lingüísticamente, en efecto, la perspectiva histórica puede ayudar a resolver un conjunto de problemas que inciden tanto en la dimensión “externa” (es decir institucional) de las lenguas, cuanto en su estructura interna (en tanto corpus idiomático).  Seguidamente trataremos de justificar la relevancia de la disciplina en relación con las dimensiones señaladas.

 

4.1. En el plano social y cultural de los pueblos andinos interesa conocer la  historia, evolución y configuración de las lenguas, más allá de su distribución territorial y composición demográfica actuales. En virtud del enfoque histórico es posible “descubrir”, como en un viejo palimpsesto, realidades complejas y superpuestas que la situación presente oculta y simplifica, develándose el carácter relativamente reciente de las actuales configuraciones lingüísticas que parecieran haberse generado allí desde tiempos primordiales. Gracias a los trabajos de lingüística histórica propiamente dicha, y de los esfuerzos de correlación histórico-cultural efectuados a partir de aquéllos, el panorama lingüístico de los pueblos andinos se revela en su verdadera complejidad  y vastedad. Tenemos por medio de ellos noticias de la existencia de otras lenguas, extinguidas ya, muchas de ellas suplantadas no sólo por el castellano sino también por las propias lenguas andinas de la actualidad, dentro de una dinámica compleja de avances, retrocesos y estancamientos, que ciertamente no han concluido. Nos enteramos también de cómo nuestras lenguas mayores ni tenían los mismos emplazamientos actuales ni parecen haberse originado en los lugares que la historiografía tradicional señala. Nos percatamos, en fin, de cómo tales lenguas no pueden ser  atribuidas ni a los incas (el quechua) ni a los tiahuanaquenses (el aimara), respectivamente. Por consiguiente, en virtud de la lingüística histórica andina, a la par que se desmitifican falsas lealtades y orgullos idiomáticos, forjados sobre percepciones erradas, se reivindican otros a favor de pueblos y lenguas olvidadas. Esta visión del escenario andino en retrospectiva, a la par que muestra la relatividad del atributo identitario que se le atribuye a una lengua, descubre al mismo tiempo el carácter constructivo y dinámico que lo caracteriza a lo largo de los tiempos. Resulta, para dar un ejemplo, que los aimaras de hoy fueron los puquinas y los uros de ayer, así como los quechuas de ahora eran los aimaras de antes. No se trata, ciertamente, de abjurar de tales identidades, construidas muchas veces sobre mitos: lo que se busca es proyectar en el hablante una visión reflectora  del pasado colectivo.

          Hay otro aspecto, no menos importante, que se entenderá mucho mejor a la luz de la lingüística histórica. Se trata de los prejuicios existentes entre los propios hablantes de las lenguas oprimidas respecto de las variedades dialectales ajenas a las suyas. Como se sabe, en el interior del quechua, y en menor medida en el del aimara, hay dialectos que gozan de mayor prestigio que otros. De esta manera se llega a sostener, por ejemplo, que el quechua es la variedad cuzqueña con exclusión de los demás  dialectos, así como, a su turno, el aimara vendría a ser no sólo la variedad sureña, con exclusión de la central (que, además, tiene nombre propio), sino, de manera más excluyente, la hablada en La Paz. No sorprende entonces que, con semejante ordenamiento, no sólo no son tomadas en cuenta las variedades excluidas a la hora de codificarlas sino que algunas de ellas han  llegado a ser totalmente negadas como miembros de la familia, siendo adscritas a otras entidades idiomáticas.  Ello ocurría sobre todo en tanto no se conociera la historia, distribución y evolución de las lenguas involucradas. Gracias a los trabajos de lingüística histórica se han podido superar tales prejuicios, relativizándolos, y aunque éstos persistan todavía entre el lego, ello  se debe a que no se ha tenido acceso aún a las informaciones proporcionadas por la disciplina. Sobra decir que la demostración de que determinadas entidades idiomáticas son miembros de una misma familia (o de una misma lengua), y que, en tal sentido, todas comparten una historia inicial común, constituye no solamente una revelación del pasado sino que puede coadyuvar a los efectos de superar viejos prejuicios que responden precisamente al desconocimiento de los hechos. De esta manera, se amplían los sentimientos de pertenencia lingüística virtual del individuo, pasando del ámbito local al ecuménico.

          Hay, finalmente, un tercer aspecto que merece tocarse en este punto, el mismo que tiene que ver con el surgimiento de falsos nacionalismos, y que, en buena cuenta, no es sino una manifestación ampliada de la membresía étnica, y que, creemos, la comprensión histórica del pasado puede ayudar a disipar o mitigar. Ocurre que, en el escenario andino, no es infrecuente, entre los lingüistas, el celo que despierta el trabajo de un estudioso en un territorio que en términos de nuestras nacionalidades domésticas le es ajeno. Dicha actitud, mucho más marcada entre los miembros de una etnia determinada, responde obviamente  a  la paradoja en que éstos se mueven: por un lado, el sentirse representantes legítimos de una comunidad lingüística determinada; pero, de otro lado, el considerarse también, sobre todo frente al extranjero, ciudadanos de la sociedad que los oprime. De esta manera, en las ciencias sociales, especialmente en arqueología y lingüística, pareciera que el ejercicio de la disciplina se hiciera en función de tales nacionalismos, con falta de visión histórica total de los pueblos andinos, que hasta hace poco formaban parte de una misma sociedad, fragmentada luego por el nacionalismo criollo de los nuevos estados andinos. A raíz de ello se ha venido estudiando las realidades propias de cada país, de manera retaceada y arbitraria, al margen de la historia común de sus pueblos. La visión retrospectiva del pasado lingüístico de los pueblos permite superar fronteras políticas impuestas de manera arbitraria y reciente, disolviendo afinidades e introduciendo rupturas allí donde la historia demuestra una continuidad. Precisamente, gracias a ello, se ha podido aprovechar ventajosamente en los últimos tiempos las experiencias acumuladas por un pais, en materia de educación bilingüe, por otros, y viceversa.

 

           4.2. En el terreno de la codificación propiamente dicha son varios los aspectos para los cuales el conocimiento de la lingüística histórica por parte de los hablantes de las lenguas dominadas resulta particularmente crucial. Ello tiene que ver, en primer lugar, con el desarrollo de la conciencia metalingüística del informante-asesor, y en cierta medida igualmente, de la del profesor bilingüe. En segundo término, la pertinencia de la disciplina se deja sentir, de modo más notorio, en las decisiones prácticas e inmediatas a la hora de la codificación o normalización de las lenguas.

            En cuanto al ejercicio reflexivo del hablante respecto de la dimensión histórica de su lengua, de lo que se trata, obviamente, es de lograr que su observación trascienda la realidad de los hechos tangibles, pues, como sabemos, muchos de los fenómenos directamente perceptibles se explican por medio de abstracciones no sólo propias del análisis lingüístico sincrónico sino también a través de una casuística de naturaleza diacrónica. En verdad, en este punto, la experiencia señala que incluso en el nivel de la simple interpretación de los hechos sincrónicos el papel de los asesores nativos ha sido, en razón de una práctica censurable de sus mentores, el de un simple proveedor cuasi mecánico de materia prima. Dicha práctica, común entre los miembros del Instituto Lingüístico de Verano, por ejemplo, ha consistido en la utilización inescrupulosa de los servicios de los llamados informantes a los cuales, lejos de enseñárseles a reflexionar sobre su lengua, tornándolos en lingüistas de su propio idioma, se los ha mantenido en situación de total desconocimiento de las estructuras de su lengua, sin posibilidades de adiestrarse en la materia,  más allá de ejercitarlos en el manejo rudimentario de la escritura en lengua nativa. De esta manera se han formado, en el mejor de los casos, buenos transcriptores mas no verdaderos escribientes de la lengua. Ello, sobra decirlo, porque para escribir una lengua se necesita conocer la estructura fonológica y gramatical de la misma. Nuestra experiencia en el campo andino ha sido, en tal sentido, frustrante: muchas de las publicaciones propias de tales “informantes” han sido hechas, paradójicamente, con desconocimiento elemental de la fonología de la lengua, para no mencionar la gramática de la misma. No quiere esto decir que subestimemos el aporte de tales intelectuales nativos, cuya intuición lingüística se manifiesta de modo espontáneo, quitadas las distorsiones a las que se prestan debido al poder ejercido sobre ellos por sus mentores lingüistas. Ocurre simplemente que el saber lingüístico natural y espontáneo del hablante debe ir más allá de la intuición para hacer de ésta una herramienta analítica que revierta en el conocimiento reflexivo de su propio idioma. El problema señalado en  relación con la escritura en lengua nativa se observa igualmente en la preparación de vocabularios, que se reducen a meros listados de palabras con equivalencias en la lengua dominante: obviamente, no es posible conocer, a partir de dicho registro, no sólo las categorizaciones semánticas propias de la lengua sino, peor aún, la lexicalización de la cultura de todo un pueblo en tanto creación colectiva de sus individuos.

                    Ahora bien, una de las razones fundamentales que alentaron dicha práctica fue, a no dudarlo, el trabajo de los lingüistas entrenados dentro de la corriente descriptivista más taxonómica y ortodoxa, quienes, como es frecuente en la historia de las ideas, llevaron al extremo, entre otros postulados, la división tajante entre sincronía y diacronía, haciendo del informante un sujeto enclaustrado dentro de su circunstancia inmediata. De otro lado, también es responsable de dicha praxis el momento en el que se desempeñaron los especialistas: por entonces, como se sabe, la educación bilingüe era concebida como una modalidad de transición hacia la lengua oficial. En dicho contexto, la atención del lingüista, fuera éste descriptivo o histórico, en tanto experto de la lengua, se reducía, aparte de sus propios objetivos, a prestar su asesoramiento técnico en función del carácter meramente pasajero de su empleo. De allí entonces la ausencia completa de motivación para elaborar ortografías,  manuales de gramática  y diccionarios pensando en el desarrollo y la elaboración de las lenguas en sí mismas. Bastaban entonces formular alfabetos, redactar meros bosquejos gramaticales y recoger listas léxicas sin el menor atisbo de lo que conocemos como normalización o codificación. Siendo tal el cometido, era suficiente contar con la cooperación pasiva del informante, para cuyo concurso no era necesario ejercitarlo en la introspección lingüística.

                     Por lo demás, no creemos que la caracterización que venimos haciendo del trabajo cooperativo entre el lingüista y el informante, tal como se lo practicaba hasta hace poco, sea exagerada ni injusta, a tal punto de que sea tomada como una caricatura. Nuestra experiencia última de trabajo con los chipayas del altiplano boliviano resulta muy ilustrativa a este respecto, pues el trato que tuvimos con informantes veteranos que en la década del sesenta habían colaborado con un lingüista resultó sumamente aleccionador. Reputados como expertos en la lengua, como que lo eran en efecto en tanto hablantes nativos de ella, no podían reprimir su frustración al no poder explicarnos algunas diferencias  de uso elementales entre una forma y otra, o entre un lexema y otro. La excusa a flor de labios era que jamás se les había formulado preguntas como las que el presente investigador les hacía. En suma, que no estaban entrenados en el ejercicio de la reflexión idiomática. Con todo, quisiéramos entender que la situación descrita hasta aquí puede y debe explicarse dentro del contexto señalado, pues vivimos otros momentos y enfrentamos otros desafíos.

 

                    Ahora bien, en el terreno de la codificación propiamente dicha, la lingüística histórica  puede ayudar al hablante de una lengua proporcionándole una perspectiva novedosa respecto de los estadios anteriores de la misma, a los efectos de resolver problemas prácticos que surgen, por ejemplo, al momento de elaborar materiales de enseñanza dentro de los programas de educación bilingüe. No se trata ciertamente de buscar resolver tales problemas necesariamente a la luz de los datos históricos, después de todo inaccesibles ya al hablante común y corriente, y, por ende, totalmente ajenos a su experiencia idiomática.  Se busca, más bien, su sintonización con formas y modalidades dialectales más accesibles, aunque alejadas de su experiencia inmediata, y que, como se sabe, responden a diversificaciones tanto sociales como territoriales, como reflejando estadios de evolución espacio-temporal de una misma lengua (cf. Bailey 1972, Parker 1974). En virtud de dicha perspectiva el hablante descubre, por debajo de las diferencias que observa entre su forma de habla y la de los otros, unidades básicas apenas distorsionadas por las mutaciones y los cambios lingüísticos operados en el tiempo. La contemplación de los hechos lingüísticos dentro de una dimensión tal le permitirá divisar elementos afines allí donde creía encontrar discrepancias insalvables, o también podrá detectar idiosincrasias que antes creía comunes a todas las variedades. Situación ciertamente ventajosa a la hora de resolver problemas concretos que surgen en la elaboración de los materiales didácticos, y para los cuales el criterio histórico ofrece posibles alternativas de solución, en armonía con los fenómenos vistos en forma integral, superando decisiones de carácter inmediatista y arbitrario. Pero incluso una perspectiva mucho más profunda a la que sólo puede llegarse mediante la aplicación de los métodos tradicionales de reconstrucción idiomática tiene sus réditos, si bien de manera indirecta, entre los hablantes de una lengua. Ello, porque la presentación ordenada y sistemática de los cambios que afectaron a una lengua le permitirá asociar su propio registro verbal con entidades idiomáticas que no sólo consideraba hasta entonces ajenas a la suya sino incluso completamente foráneas. De esta manera, por ejemplo, los hablantes del aimara altiplánico peruano-boliviano “descubrieron” que el aimara central, salvadas las diferencias explicables mediante reglas sistemáticas, tenían un pasado común en la medida en que en un tiempo constituían una unidad idiomática. Algo semejante había ocurrido con los hablantes de quechua sureño al ser expuestos a las modalidades del quechua central.

                    Ahora bien, no sólo se trata de acceder a estadios anteriores de la lengua en virtud de los trabajos comparativos y dialectológicos, pues también lo propio puede conseguirse, aunque en menor profundidad, a través de las fuentes documentales coloniales. Tornando accesibles éstas al no especialista, y superados los prejuicios respecto de ellas por parte de los descriptivistas a ultranza, las informaciones proporcionadas allí le servirán también para cotejar el estado actual de su registro verbal con el de períodos inmediatamente anteriores a él. La mirada a tales fuentes le servirá para explicar fenómenos del presente, descubriendo entre otras cosas, una vez más, que ciertos rasgos que le parecían genuinos y exclusivos a su dialecto, desde su perspectiva inmediata, no pasaban de ser  innovaciones recientes; o que ciertas peculiaridades propias de otros dialectos, estigmatizadas en virtud de su adhesión emocional al suyo, por lo demás natural y espontánea, también se daban en etapas anteriores a aquél. En suma, la oportunidad de acceder a las etapas anteriores de la lengua, ya sea a través de la historia comparada, la dialectología, o la fuente documental escrita, coloca  al lingüista nativo o al profesor de un idioma oprimido en una situación ventajosa poniendo a su alcance una serie de instrumentos de orden teórico y práctico para un desempeño más racional y comprensivo de la realidad que estudia.

 

                    Pues bien, en lo que sigue, quisiéramos ilustrar el tipo de problemas, de orden fonológico y gramatical, que pueden ser resueltos de manera práctica y coherente en virtud del enfoque delineado. Los ejemplos aducidos forman parte de la experiencia ganada por el autor y sus colegas a lo largo de unos tres lustros de trabajo en la producción de materiales didácticos dentro de los programas de educación bilingüe desarrollados en los países andinos del  Perú, Ecuador y Bolivia. Las lenguas con las que se ha venido trabajando son, como se mencionó, el quechua y el aimara. Primeramente nos ocuparemos de los aspectos de naturaleza fónica, en segundo término de los de carácter gramatical, y finalmente de los de orden léxico. En todos estos casos, como se verá, la resolución de los problemas atañe al plano de la escritura, mas no al de la pronunciación, pues nada más contraproducente que afectar el curso normal de ésta. Después de todo, de lo que se trata es del desarrollo del registro escrito de la lengua a partir de su manifestación oral sin excluir la información histórica y dialectal que, como sabemos, explica y aclara los hechos sincrónicos.

 

          4.2.1. En  cuanto a los problemas de orden fonológico, éstos tienen que ver directamente con la formulación de sistemas ortográficos para las lenguas intervenidas. Como se sabe, dependiendo de los intereses puestos en juego,  las convenciones ortográficas pueden, directa o indirectamente, servir a los efectos de unir o dividir una lengua en el plano de su representación escrita, y eventualmente también en el de su registro oral. Pues bien, uno de los acuerdos que obtuvo un consenso general en los innumerables congresos llevados a cabo en los países andinos en las décadas del setenta y del ochenta del siglo próximo pasado ha sido el de propender hacia la unificación en el nivel escrito de los dialectos quechuas y aimaras en el interior de los países involucrados. La decisión acordada en dicha dirección era particularmente relevante para el quechua, lengua profundamente fragmentada en razón de su vasta distribución territorial. Aunque el grado de diversificación interna del quechua no es el mismo en los tres países, siendo el Perú el que ofrece una mayor heterogeneidad por haber sido la cuna de su origen, de todas maneras en cada uno de ellos se la ha tenido que encarar con relativo éxito. En tal sentido, los esfuerzos de unificación escrita de los dialectos quechuas en el Ecuador y en Bolivia son una realidad palpable, cuyo resultado se ha visto indudablemente facilitado por la menor diversificación interna de la lengua en los territorios respectivos. No así en el Perú, donde no es posible pensar en soluciones unitarias de conjunto debido a la exacerbada diversidad dialectal que presenta, lo que no excluye, sin embargo, que se intenten esfuerzos de unificación regional, como ha venido efectuándose en los últimos tiempos. Por lo que respecta al aimara, en su variante sureña o altiplánica, la situación es diferente, pues la diferenciación interna que ella muestra no impide su unificación escrita. Ahora bien, los problemas de unificación ortográfica a los que hacemos referencia tienen que ver con la representación uniforme de las distintas realizaciones que adquieren los fonemas de acuerdo con la variedad local de que se trate. Tomemos, a guisa de ilustración, dos fenómenos propios del quechua: el de la sonorización de las oclusivas tras nasal en los dialectos ecuatorianos, y la espirantización de las oclusivas en contexto implosivo en los dialectos cuzqueño-bolivianos.

            En cuanto al primero de ellos, ocurre que no todos los dialectos ecuatorianos registran la regla de sonorización, siendo precisamente aquellos que cumplen con ella los que gozan de mayor prestigio. En razón de ello, los primeros intentos por dotarles a éstos de materiales de enseñanza, siguiendo además una vieja práctica heredada desde la colonia, representaban fielmente la pronunciación, reconociendo los segmentos sonoros como fonemas y otorgándoles a éstos su grafía respectiva: <b, d, g>. Tal decisión respondía, evidentemente, no sólo a necesidades prácticas de selección idiomática  --el dialecto norteño-- sino también al análisis fonológico sincrónico. Cuando, sin embargo, se optó a favor de la profundización y expansión de la educación bilingüe quechua-castellano de manera que ella involucrara el empleo de la lengua nativa en  su conjunto, se abrió un gran debate en torno a los problemas de fragmentación dialectal y la necesidad de superarlos, en el nivel escrito, a través de soluciones unificadoras. Podía en dicha ocasión seguirse con la tradición ortográfica que, por lo demás, no hacía sino consolidar el prestigio de los dialectos norteño-serranos, dejando de lado la realidad de los sureños, cuyos hablantes parecían sentirse marginados. El acuerdo tomado en los congresos convocados a los  efectos de resolver el problema mencionado, con plena participación de los representantes de los distintos dialectos, fue a favor de la eliminación de las grafías sonoras como una concesión a los dialectos sureños. El criterio que se invocó a favor de dicha decisión fue claramente de orden histórico: los dialectos que no sonorizaban representaban un estadio conservador de la lengua. Pero precisemos que la consideración de los fonemas /p, t, k/ como los prototipos históricos de /b, d, g/ en los dialectos en los que se da el fenómeno de sonorización, no respondió a criterios de naturalidad del cambio que pudieran ser intuidos por los hablantes de la lengua, sino más bien clara y directamente a la información histórica que se tenía del fenómeno. Sobra señalar que, gracias a dicha solución, en el Ecuador se emplea hoy día una ortografía pandialectal (escribiéndose, por ejemplo, <pampa-manta>, en lugar de <pamba-manda> o, peor aún, de <pamba-munda>).

          El segundo ejemplo tiene que ver igualmente con problemas de representación escrita, y atañe esta vez  a las variedades sureñas del quechua habladas en el  Perú y Bolivia. Resulta que, sobre todo en el lado boliviano, y debido a un fuerte sustrato aimara, las consonantes /p, t, č, k, q/  en posición implosiva se han espirantizado, deviniendo en /φ, s, š, X, x/, respectivamente. La tradición ha sido, en especial entre los quechuistas bolivianos, escribir  tales segmentos atendiendo a su pronunciación, siguiendo por lo demás criterios de análisis correctos, es decir representando la forma espirantizada de los segmentos involucrados. Ocurre, sin embargo, que hay dialectos, tanto en el lado boliviano como en el peruano, que muestran un alto grado de conservadurismo, en virtud del cual tales segmentos aparecen inafectos al cambio. Ahora bien, como quiera que la intención de los técnicos y especialistas era, como en el caso de los ecuatorianos, producir materiales que sirvieran a los programas de educación bilingüe en curso, válidos para todos los educandos en quechua, de tal manera que profesores y alumnos vieran reflejados en ellos la lengua común compartida, las diferencias fónicas mencionadas fueron superadas --en el plano escrito, hay que recalcarlo--recurriendo a una escritura que restaurase, para las variedades que registraban el cambio, el estado de cosas anterior al mismo. No estará de más señalar que, en este punto como en el anterior, la recuperación de los segmentos originarios estuvo respaldada por la información dialectal, contando además con el apoyo de la documentación escrita colonial, que igualmente muestra el estadio de la lengua previo al cambio. Por lo demás, debemos observar que aquí, como en el caso de la sonorización, la direccionalidad del fenómeno distaba de parecer obvia a los ojos del especialista no entrenado, como se podía constatar a través de las soluciones erráticas con que se procedía a restaurar unos segmentos a la par que se dejaban intactos otros. Obviamente, la información histórica precisa del fenómeno servía para poner orden dentro del caos ortográfico motivado por desconocimiento del mismo.

 

4.2.2. Por lo que respecta al segundo tipo de ejemplos, de naturaleza gramatical, éste tiene que ver con la solución de problemas de tipo morfofonémico e incluso de polimorfismo registrados por ambas lenguas. En el presente caso, del mismo modo que en el anterior, el recurso a la información histórica y dialectal permite resolver dificultades que surgen a la hora de la normalización de ciertos morfemas sujetos a variación tanto en el interior de un mismo dialecto como fuera de él. Pasaremos a ilustrar este hecho con algunos  ejemplos tomados de la experiencia surgida con el trabajo del quechua y del aimara.  

          El primero de ellos, de naturaleza morfofonémica, tiene que ver con el tratamiento de la marca genitiva. En el quechua cuzqueño-boliviano ésta se manifiesta regularmente bajo la alternancia –x ~ -pa, en virtud de la cual la primera variante aparece tras vocal y la segunda después de consonante (así, por ejemplo, runa-x ‘de la gente’, pero mama-n-pa ‘de su mamá’). Pues bien, al lado de la solución ortográfica tradicional consistente en escribir tal como se pronuncia (en este caso, <-jj> versus <-pa>), surgió otra alternativa, propuesta esta vez por lingüistas de orientación descriptivista, a favor de una solución fonológica: en virtud de ella, se pasaba a reinterpretar el segmento postvelar fricativo a favor de su correlato oclusivo (o sea la alternancia se daba ahora entre <-q> y <-pa>). Nótese que tanto esta solución como la anterior, en vez de propender a una igualación por lo menos parcial entre las variantes, se opta por alejarlas formalmente, provocando como consecuencia de ello dificultades de identificación de un mismo morfema por parte del lector (propiciando, además, falsas asociaciones con  otra marca gramatical, en este caso el posesor –yuq). Pues bien, creemos que en situaciones como ésta, la información histórica y dialectal, así como la fuente escrita colonial, aconsejan, de manera natural, la homologación parcial escrita (cuando no total, que es una solución alternativa) de las formas alternantes, escribiéndolas en ambos casos con la bilabial oclusiva ( es decir <-p> y <-pa>).  Una vez más, la escritura, a la par que nivela diferencias morfofonémicas, hace inteligible formas que, de otro modo, serían extrañas a los dialectos que preservan la alternancia en su forma primigenia.

          El segundo caso ilustrativo está relacionado con la normalización del morfema durativo quechua. Este sufijo, que históricamente tenía la forma de *-čka en el cuzqueño-boliviano, como la tiene todavía en el ayacuchano, presenta hoy día un verdadero polimorfismo, entre otras razones, debido precisamente al cambio de espirantización mencionado anteriormente. Los intentos por representarlo eran caóticos: <-sha>, <-sa>, <-sya>, etc. De todas éstas, la primera era la más favorecida. Sin embargo, ella tenía un costo: emplear un dígrafo única y exclusivamente para representar dicho morfema, pues  en la variedad respectiva está ausente la sibilante palatal. Por lo demás, no faltaron quienes, con el afán de justificarla, llegaron incluso a inventar un supuesto fonema /š/ (cf. Cerrón-Palomino 1997).  Pues bien, en este caso, la solución al problema provino de la historia de la lengua, y particularmente de la del morfema involucrado: en los textos normalizados, tanto peruanos como bolivianos, se escribe hoy día <-chka>, por encima de sus realizaciones fónicas, y de esta manera no sólo se superaba el caos ortográfico que su representación registraba sino que se le restauraba el vínculo que tenía con la manera en que se la escribía en tiempos coloniales, así como también con el modo en que se la pronuncia y escribe actualmente en otras variedades próximas.

            Finalmente, el tercer caso que  quisiéramos presentar es el relacionado con el tratamiento del polimorfismo que afecta a la marca de primera persona posesora-actora del aimara sureño. Como se sabe, dicho morfema tiene por lo menos seis variantes entre los diversos dialectos que integran dicha variedad, a saber: ŋa ~ –ña ~ –ya ~ Xa ~ –xa ~ -:.  Debido a que el dialecto paceño ha gozado de la atención de los aimaristas desde la época colonial, la forma habitual de representar dicho morfema ha sido bajo la forma de su registro local, es decir –xa. La situación no cambió al momento de elaborar los materiales de enseñanza, pues la norma por la que se optó fue la de la misma variedad. Sin embargo, como era de esperarse, pronto surgieron descontentos de parte de los docentes aimaristas no-paceños, quienes tenían la sensación, por la presencia del mencionado morfema así como de otros rasgos, igualmente ajenos a su dialecto, de estar ante una variedad extraña, reclamando por consiguiente una normalización que, en lugar de dividir a los aimaras, los uniera. Pues bien, en el caso concreto de la marca de primera persona, ¿cuál de las formas alternantes debía elegirse? Sincrónicamente no parecía fácil dar con la forma subyacente del mismo, tal como se desprende de las descripciones existentes por entonces. Había, pues, que indagar en la historia. La reconstrucción del morfema nos proporcionaría una alternativa de solución al problema eligiendo una las de las variantes que mejor reflejaban la protoforma, y que además actuaba como portmanteau respecto de los demás alomorfos: nos referimos a la variante <-nha>. La forma seleccionada tenía otro mérito: el de “uniformar”, en la escritura ciertamente, todo el paradigma de persona del tiempo futuro, que de otro modo registraba el mismo problema de polimorfismo: <-nha> ‘primera persona’, <-nta> ‘segunda persona’, y <–ni> ‘tercera persona’, en lugar de <-:>,<-:ta>  y <–ni>, respectivamente. A decir verdad, sin embargo, esta solución ha quedado pendiente, debido a la indecisión de los lingüistas nacionales, de habla paceña, que no parecen ceder ante el reclamo de sus colegas de otros dialectos.

 

4.2.3. Por lo que toca al tercer tipo de ejemplos, esta vez de naturaleza léxica, quisiéramos referirnos a los problemas de normalización de las entradas léxicas de los vocabularios, en especial del aimara. De acuerdo con una vieja práctica, que en verdad remonta a la colonia, los lexemas que portan la secuencia VyV, que en virtud de una regla sincrónica sufren supresión de yod y contracción subsiguiente de las vocales encontradas en una sola larga, realizándose como [v:] (como el caso, por ejemplo, de tha: ‘viento’ y pha:- ‘cocinar’, provenientes de thaya y phaya-, respectivamente), solía registrárselos  en su forma reducida. Una consecuencia de ello, en términos ortográficos, era la necesidad de recurrir, para representarlas, al empleo de la diéresis como marca del alargamiento vocálico derivado. Sin embargo, como se dijo, la regla mencionada tiene aún estatuto sincrónico (en el amplio sentido de la palabra), de manera que el hablante muchas veces alterna entre la forma abreviada y su correspondiente o, en el peor de los casos, cuando su norma es la primera, entiende perfectamente la versión enteriza. Esta situación no siempre es comprendida por los aimaristas nativos y los profesores de lengua, a quienes habitualmente se les escapa la posibilidad de establecer las relaciones de alternancia obvias para el lingüista profesional. La restitución de las formas enterizas de tales lexemas en un diccionario tiene la ventaja de eliminar el empleo siempre oneroso de las diéresis dejándolo sólo para aquellos casos en los que la fuente de la vocal larga es más compleja. Nótese que, en este caso, incluso lingüistas experimentados, aunque descriptivistas a ultranza, no estuvieron en condiciones de dar con la direccionalidad del cambio mencionado debido al desconocimiento del pasado histórico de la lengua así como a su  aversión respecto de la documentación escrita.   

 

5. A manera de conclusión.  En las secciones precedentes hemos querido llamar la atención sobre la importancia que reviste el conocimiento de la historia de las lenguas a los efectos de proyectar entre sus hablantes, y especialmente entre sus lingüistas y profesores de lengua, una conciencia reflectora de naturaleza social e histórica que, a su vez, les permita conocer y explicar mejor los hechos lingüísticos e idiomáticos de su entorno. De esta manera, el acceso al pasado idiomático-cultural, considerado como subversivo por las sociedades opresoras, deviene en arma poderosa ideológica que, a la par que nutre y perfila el sentimiento de identidad, coadyuva poderosamente a reforzar el credo que implica toda reivindicación lingüística. Pero también, ya en el terreno práctico, el conocimiento histórico de una lengua permite, conforme se vio, resolver problemas prácticos que surgen en el proceso de normalización de la escritura y la gramática, así como  durante la elaboración del léxico.  No se trata, en ambas situaciones, de volver al pasado, que sería negar el presente, sino de echar mano de aquello que pueda iluminar y esclarecer fenómenos sincrónicos que, de otro modo, permanecerían oscuros y hasta arbitrarios. En tal sentido, creemos legítimo incluir, entre los principios suales que pautan toda normalización lingüística, el criterio histórico-dialectal, llamado también etimológico dentro de la tradición normativa española.

 

 

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