VIOLENCIA
Y CIUDADANÍA
El conflicto político en Colombia como un enfrentamiento de proyectos ciudadanos
Por Miguel
García Sánchez.
Soy
Politólogo de la Universidad de los Andes (Bogotá Colombia), candidato a la
maestría en Estudios Políticos del Instituto de Estudios Políticos y
Relaciones Internacionales (IEPRI) de la Universidad Nacional de Colombia
(Bogotá). Actualmente estoy desarrollando el proyecto de tesis de maestría en
el cual pretendo analizar los procesos de construcción de ciudadanía en las Juntas
Administradoras Locales (JAL), espacios políticos de carácter local,
introducidos en la constitución de 1991.
Soy también profesor de política comparada de las universidades
Nacional y de los Andes, investigador del IEPRI, donde trabajo los temas de ciudadanía,
política local y partidos políticos y asistente editorial de la revista Análisis Político, publicación del
IEPRI. Además soy becario del programa de Investigadores Jóvenes del Consejo
Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), en el área de “democracia,
derechos sociales y equidad”. |
El concepto de
ciudadanía está íntimamente ligado a la idea de derechos individuales y
vinculación plena a una comunidad particular (Kymlicka y Norman, 1997: 5). A
partir de esa postulación básica, es que Marshall aboga por una ciudadanía que
además de descifrarse en una posesión de derechos, lo haga también en términos
de la incorporación del sujeto como pleno miembro de una sociedad de iguales.
Así, la historia de la ciudadanía que desarrolla Marshall en Citizenship and social class (1992) es
la de sucesivas incorporaciones que van desde el reconocimiento del sujeto como
agente jurídico y económico, pasando por la vinculación plena a la comunidad
política, para finalmente incorporarse como sujeto de derechos sociales. A
partir del planteamiento marshalliano, puede relacionarse a la ciudadanía con
la construcción de los estados nacionales en la medida en que la génesis de
estos últimos es en mucho la de comunidades de iguales, que con el paso del
tiempo se consolida como proyecto hegemónico al que se van vinculando nuevos
sujetos inicialmente no contemplados dentro de la comunidad.[1]
Esa idea de una comunidad nacional en la que caben plenamente los miembros de
un Estado puede denominarse orden republicano-ciudadano (Uribe, 1997: 171).
Ahora bien,
puesto el debate en relación con la historia política colombiana se puede
postular que en Colombia aún no se ha logrado consolidar un sentido común de ciudadanía
tal como lo visualizó Marshall. Desde Pecaut este hecho tiene que ver
directamente con la precariedad en la construcción del Estado Nación; es decir,
la existencia de un cuerpo social dividido y fragmentado, un Estado sin
autoridad y una no unificación simbólica de la nación (1997: 16). Sin embargo,
la no consolidación en Colombia de un orden republicano ciudadano, no es un
impedimento para plantear el tema de la ciudadanía; de hecho, lo que parece
haberse dado en el país es una especie de coexistencia de ciudadanías
parceladas, que a lo largo de la historia republicana han entrado en constante
conflicto y competencia. Así aparece una pregunta ¿cómo entran en relación
violencia y ciudadanía en la historia reciente de Colombia?
Lo que aquí se
propone, es que el permanente conflicto y violencia que ha sufrido el país ha
estado estimulado en gran medida por la existencia de formas ciudadanas que se
han hecho incompatibles y no han logrado generar una unidad ciudadana común. Es
decir, en la inexistencia de un orden republicano ciudadano pueden estar las
causas del permanente conflicto que atraviesa a la sociedad colombiana. La
ausencia de esta unidad común no implica, sin embargo, que se esté planteando
una balcanización del país; se trata más de unas dinámicas de exclusión que han
terminado en un conflicto violento, que por su naturaleza crónica se ha
manifestado, a su vez, en el surgimiento de ordenes políticos paralelos. Un
conflicto como el de los Balcanes está atravesado por factores nacionales, de
ahí el desmembramiento yugoslavo, el caso colombiano aunque habla de rupturas
en el orden político cuenta con un único referente nacional.[2]
Para dar
desarrollo a esta hipótesis, se propone hacer una revisión de cuatro momentos
de la historia reciente: el enfrentamiento partidista de los años cincuenta, la
constitución del Frente Nacional, el desmonte del régimen de coalición y la
constitución de 1991. Lo que se pretende ver es que cada uno de estos momentos,
describe unas manifestaciones específicas de la violencia, las cuales pueden descifrase como
enfrentamientos de formas de ciudadanía, que aunque no son las mismas en cada
etapa, sí reflejan que en Colombia a pesar de los esfuerzos de los últimos
años, la ciudadanía aún no se consolida como un espacio común y aglutinante.
Una vez
desarrollado el análisis histórico se pretende hacer una reflexión más
contemporánea en la que se aborden las consecuencias que sobre el ejercicio de
los derechos de la ciudadanía marshalliana, ha tenido una historia atravesada
por la violencia política.
I. MOMENTOS DE UNA CIUDADANÍA FRAGMENTADA
Los Rojos y los Azules.
El
enfrentamiento partidista de mediados de siglo bien puede leerse como el
conflicto de dos comunidades (ciudadanías) que se habían negado históricamente
a fundirse en un solo proyecto nacional. En efecto, tal como lo señala Perea
(1996) cada partido representaba una “pertenencia primordial” que se sobreponía
a cualquier idea de nación; además, eran tan fuertes esos lazos, que cada
colectividad manejaba un mito fundador alrededor de las figuras centrales de la
independencia, Bolívar y Santander. Aquí, resulta interesante que antes de
construir un imaginario ciudadano compartido en torno al nacimiento de la
república y sus fundadores, los partidos se apropiaron de un protagonista de
las gestas de independencia, capitalizaron las divergencias que existieron
entre estos, y construyeron dos caminos divergentes.
Lo relevante
aquí es que los miembros de cada colectividad aunque pertenecían a comunidades
distintas, eran titulares de unos derechos que en teoría eran garantizados por
un Estado que representaba a la totalidad de los “ciudadanos”. Sin embargo, en
la práctica cada partido pretendió generar la unidad de la nación a través de
sí mismo (Perea, 1996: 160). El que en la historia de los primeros años del
siglo veinte se hable de repúblicas liberal y conservadora, resume el ejercicio
de una política en la que se era sujeto de derechos no a través de la
nacionalidad sino a través de la pertenencia al partido; en el ejercicio del
poder era el momento en el que los miembros de la colectividad eran sujetos
plenos de derechos.
Las comunidades
políticas o espacios ciudadanos, permanecieron en una constante tensión, pues
como oponentes políticos eran los protagonistas de un enfrentamiento para
llevar a cabo un proyecto nacional según las ideas del partido. La tensión,
como lo muestra Perea, llega a su desenlace violento cuando cada comunidad hace
una lectura de la contraria como la negación total de su proyecto ciudadano, de
modo que no queda otra alternativa que una lucha a muerte por mantener vigente
el proyecto del partido. Eso explica cómo desde el poder se urdieron
“verdaderas estrategias de homogeneización” a través de la eliminación física
del contrincante (Sánchez, 1990: 15). Usando el lenguaje de las teorías de la
ciudadanía podría decirse, que la violencia de los cincuenta pretendió
literalmente establecer una sociedad de “iguales” donde no existieran las
“diferencias”; sin embargo, esto no pasó por la incorporación del otro, más
bien fue su negación.[3]
Rojos y Azules se dan la mano.
Tras años de
desangre, los partidos tradicionales decidieron poner fin a la Violencia y
establecieron un régimen compartido, en el que los recursos de poder no fueran
monopolio de una colectividad. Ahora bien, independientemente de las razones
específicas que condujeron al Frente Nacional, en términos de la consolidación
de la ciudadanía se podría pensar que con la unión partidista se estaba
generando una ciudadanía amplia, que contribuía a dejar atrás la fragmentación
que había predominado en los años de la violencia. En realidad desde la
perspectiva de los partidos, el Frente Nacional si puede considerarse como una
fusión de las colectividades en un mismo proyecto ciudadano. No obstante, ¿por
qué pensar que con la unidad de los partidos se estaba logrando la unidad de la
nación y de paso la construcción de una ciudadanía común? Efectivamente, el
Frente Nacional sólo disolvió las diferencias entre los partidos y otorgó
iguales derechos tanto a liberales como a conservadores. Es decir, tras la
violencia se llegó a la conclusión de que la nación colombiana podía definirse
políticamente simplemente como la reunión de liberales y conservadores; así
persistió una situación en la que se supone que para ser ciudadano, o sea,
miembro de la comunidad nacional y sujeto de los derechos que esta otorga, se
debía pertenecer a uno u otro partido.
La pregunta
entonces durante este periodo es ¿en dónde caben los sujetos que no pertenecen
a los partidos tradicionales? La respuesta del régimen fue sencilla, no caben;
sin embargo, muchos de los excluidos no se conformaron con esa respuesta y
optaron por la construcción de espacios propios. La aparición de movimientos de oposición política como la ANAPO,
y la consolidación y surgimiento de organizaciones insurgentes, al tiempo que
fueron la respuesta a una ciudadanía excluyente, pueden leerse como espacios
ciudadanos que aparecieron paralelos al oficial. El ejemplo más patente lo
constituyen los movimientos insurgentes, quienes en su lucha contra el sistema
crearon vínculos comunitarios y establecieron toda una estructura de derechos
paralela a la estatal. En efecto, bien puede verse que el combatiente está
inmerso en una pertenencia en torno a su papel como revolucionario, lo cual le
confiere unos derechos y le impone unos deberes; de hecho las organizaciones
guerrilleras, allí donde operan, desarrollan esquemas de administración de
justicia tanto hacia adentro de la organización como hacia afuera.
El punto aquí
es que con el Frente Nacional, a diferencia de lo que pretendió el
bipartidismo, difícilmente puede verse una unificación de la nación;
sencillamente se creó un adentro más amplio que de una manera muy eficiente
resolvió el conflicto interpartidista. No obstante, la situación de exclusión
de los sectores no bipartidistas describió otras formas de confrontación, ahora
entre una esfera estatal ampliada y una oposición predominantemente armada.
Entre la apertura y unas nuevas dinámicas de
guerra.
Los años
setenta, aunque fueron la etapa del desmonte formal del Frente Nacional
arrastraron con sigo muchas prácticas políticas típicas del periodo de
coalición; en esencia aunque el espacio político se suponía menos restringido
los atavismos del pasado persistieron. Durante los años ochenta por el
contrario, aparecieron intentos por redefinir el panorama de la ciudadanía.
Ciertamente, el gobierno de Belisario Betancur promovió una visión del
conflicto armado más relacionada con una realidad de ciudadanía restringida, lo
que significó que el gobierno redefiniera las tesis que tradicionalmente
explicaban al movimiento guerrillero. Así se pasó de ver a la guerrilla como el
producto de unas causas externas, a verla como el resultado de factores
internos, objetivos y subjetivos, tales como la naturaleza excluyente del
régimen político y el ordenamiento social (Restrepo y Ramírez, 1988: 53).
El proceso de
paz propuesto por Betancur, bien puede leerse como un intento de ampliar la
comunidad nacional y por ende la esfera ciudadana. Aunque éste es leído
comúnmente como un fracaso que sólo logró que los grupos insurgentes ganaran
terreno perdido, no se puede olvidar que de él nació la Unión Patriótica (UP),
movimiento que suponía ser el prólogo para la posterior desmovilización de las
FARC. La creación de la UP planteó una situación interesante y fue la
incorporación de un sector de oposición al espacio político oficial, pero al
mismo tiempo el nuevo partido no abandonó sus lazos de pertenencia con el
movimiento insurgente. Esa doble militancia que para la UP respondía a la
lógica de la “combinación de todas las formas de lucha”, generó una ambigüedad
grandísima, la cual sirvió de excusa para que los sectores más radicales del
establecimiento emprendieran una campaña de exterminio de la organización
(Pizarro, 1997: 93). El caso de la UP es hasta cierto punto evidencia de esos
espacios que se han denominado ciudadanías parceladas, campos enfrentados,
adentros y afueras muy nítidos y excluyentes. La incorporación a la ciudadanía
oficial le exigía a la UP renunciar a sus lazos comunitarios anteriores.
Durante los
ochenta reapareció otro actor en el conflicto colombiano, los paramilitares.
Esta organización aunque nació vinculada al Estado y en ese sentido se
estableció dentro de la esfera ciudadana oficial, con el tiempo y sobre todo
durante los noventa desarrolló un proceso de autonomización. Ahora bien, el
papel del paramilitarismo en los ochenta se enmarcó básicamente en el
desarrollo de una guerra sucia, a través de la cual el mensaje que se envía es
el de un combate radical a todas las formas de oposición al proyecto oficial.
Un pacto de paz que no acabó la guerra.
El último
momento que será puesto a consideración es la constitución de 1991. Este cambio
constitucional que puede considerarse como el intento más grande que se ha dado
en este siglo por establecer de una vez por todas un orden republicano
ciudadano y una nación cohesionada, al tiempo que logró unos importantes
avances dejó a su paso nuevas frustraciones. El constituyente se planteó una
apertura desde dos frentes, por un lado concibió a la Constitución como un
pacto de paz (Pizarro, 1997: 85) que debía integrar al movimiento insurgente; y
por otro, estableció una ciudadanía multicultural, esto supone que el Estado
colombiano además de que reconoce los derechos universales de que gozan los
ciudadanos, lo hace también con los derechos colectivos de las comunidades
negras e indígenas. Adicionalmente, la carta del 91 amplió el espectro de
derechos de los miembros de la comunidad política al reconocer nuevos
mecanismos de participación ciudadana, y una amplia carta de derechos.
El intento por
consolidar ese orden republicano ciudadano a través de la incorporación de los
grupos insurgentes se hizo apenas parcialmente, sin que eso significara que las
desmovilizaciones que se dieron entre
1990 y 1991 no fueran
significativas; de hecho se incorporaron al debate político legal el M-19, el
EPL, el PRT y el Quintín Lame. En cuanto al reconocimiento de la ciudadanía
multicultural, apareció una situación que no deja de ser interesante, en tanto
puede presentarse en contradicción con la idea misma de la construcción de una
identidad ciudadana común. En efecto, la ciudadanía multicultural puede ser
simplemente el establecimiento de formas de ciudadanía diferenciadas, las
cuales pueden ir en contra del ideal de unidad de la comunidad política
(Kymlicka y Norman, 1997: 31). Aquí vale la pena dejar abierta una pregunta,
¿será que la introducción de unas formas de ciudadanía multicultural, estará
creando diferencias allí donde hasta la actualidad no existían?
No cabe duda
que el proceso que terminó con la Constitución de 1991 fue un ambicioso intento
de incorporación política. Además, acontecimientos como el segundo lugar del
M-19 en las elecciones para la Constituyente, su participación la presidencia
de dicho organismo y su posterior presencia en el parlamento, parecían ser un
signo de la comunidad ciudadana amplia por la que habían luchado tantos
movimientos en el pasado. No obstante, el panorama visto después de la euforia
constitucional no es tan positivo. Por un lado, los movimientos guerrilleros
marginados del proceso tienen una significación muy grande y siguen
describiendo esa lógica de ciudadanías parceladas. Por otro, durante los
noventa y paralelo al crecimiento de la insurgencia, se ha dado un fenómeno
paramilitar de proporciones gigantescas, pero que ahora, a diferencia del
pasado, se reivindica cierta independencia e incluso habla de un enfrentamiento
con el Estado, al considerar que éste es incompetente y que no cumple con sus
funciones constitucionales (Cambio 16: 21).
El panorama
actual aunque presenta un proyecto de estado que ha hecho esfuerzos por
consolidarse, a través de la construcción de un adentro más amplio, aún está
lejos de lograrlo. La lógica de la guerra se alimenta de la competencia entre
espacios ciudadanos, y aunque cada uno reivindica discursivamente asuntos
similares, en la práctica del conflicto son antagonistas absolutos; de otra
manera no puede entenderse cómo Estado, guerrilla y paramilitares, reconocen al
unísono la protección del Derecho Internacional Humanitario, y no tienen ningún
reparo en masacrar sectores de la población civil que identifican como
pertenecientes al espacio ciudadano contrario. Hoy la estrategia del
paramilitarismo parece repetir las pautas de la violencia de los cincuenta, en
la que la tierra arrasada fue el procedimiento para limpiar de contrarios los
espacios territoriales que se querían incorporar al dominio de la agrupación. A
pesar de los discursos de los partícipes en la guerra, en los que cada uno se
reivindica protector de “los colombianos”, sus prácticas dan cuenta de que sólo
es colombiano y tiene plenos derechos, aquél que pertenece al espacio que
describe cada parcela ciudadana; los demás son enemigos, son parte de ese
afuera que se niega a someterse, por eso es más fácil la lógica de las balas.
II. EL IMPACTO DE LA GUERRA SOBRE EL
EJERCICIO DE LA CIUDADANÍA
La
imposibilidad del establecimiento de un orden republicano ciudadano, bien puede
considerarse uno de los factores que han estimulado y posibilitado la
permanente violencia a lo largo de la historia nacional. En efecto, Colombia no
ha logrado la construcción de un proyecto político lo suficientemente sólido y
amplio en el que se de cabida a la mayoría de los miembros del territorio, y
que adicionalmente resuelva la lógica de guerra en la que se ha descifrado la
historia colombiana. Al tiempo, esto ha permitido la aparición formas muy
básicas de ciudadanía vinculadas a los protagonistas del conflicto. Ahora
bien, a partir de esa realidad de
ciudadanías fragmentadas en esta parte aborda la pregunta referente a ¿cómo se
descifran los derechos de la ciudadanía marshalliana en un contexto de
violencia en el que los actores del conflicto establecen espacios ciudadanos
paralelos?
A partir de la
Teoría Marshalliana es claro que son tres los niveles de ejercicio de los
derechos ciudadanos. Uno civil, uno político y uno social. Ahora bien, la
lógica del conflicto descifrada como espacios ciudadanos, implica que más allá
de los hombres en armas, se generan unos impactos sobre los no combatientes
presentes en las zonas en que tiene lugar la guerra o donde domina alguno de
los actores del conflicto.
Antes de
desarrollar el análisis es preciso anotar, que debido a que el conflicto es de
carácter interno los involucrados en éste cuentan teóricamente con los derechos
ciudadanos que provee la comunidad estatal nacional. Así, la guerra desarrolla
lógicas de derechos paralelas, que se interponen en muchos casos, o se cruzan
en otros, con el ejercicio de la ciudadanía oficial, que en la dinámica del
conflicto queda, no en pocas ocasiones, reducida a un constructo teórico. El
análisis se hará entonces sobre los espacios que describe el conflicto actual,
estos son los generados por guerrilla, paramilitares y Estado-Fuerza Pública.
La reflexión es consciente de que las zonas urbanas más alejadas de la dinámica
de la guerra no coinciden plenamente con el esquema que se propone a continuación;
no obstante, hay que recordar que en las ciudades principales grupos armados
como las milicias se acercan bastante a la idea de espacios ciudadanos
vinculados a los actores del conflicto.[4]
¿Un juego sin reglas o muchas reglas en el juego?
La teoría
clásica de la ciudadanía se apoya primordialmente sobre la estructuración de
unos derechos civiles. Estos remiten básicamente al reconocimiento jurídico del
individuo, lo que directamente se relaciona con la consolidación de un derecho
nacional, que teóricamente en un Estado Nación consolidado posee un carácter
universal. La ciudadanía civil se puede postular como aquella situación en la
que se establecen unas regulaciones sociales que benefician (derechos) y
obligan (deberes) al individuo. El proceso de construcción de la ciudadanía en
un Estado nacional depende entonces en gran medida de la estructuración,
imposición y promoción de un sistema jurídico.
En una
situación de conflicto interno como el colombiano en el que, como se ha
presentado anteriormente, aparecen formas de ciudadanía paralelas al proyecto
estatal se destaca la existencia de múltiples regulaciones. Este punto lo
expone claramente Francisco Gutiérrez (1997) quien postula que el Estado no
solamente encuentra competidores en el monopolio de las armas sino también en
el ejercicio de la judicatura, y específicamente plantea:
Todos ellos
[los actores armados], hasta cierto punto, han conquistado en sus territorios
de influencia el derecho a la judicatura, y deciden por tanto (autónomamente o
en interacción con sus competidores) qué se puede o no hacer, cómo se
distribuyen algunos recursos, cómo se deciden reclamos individuales, se
desfacen entuertos y se reparan los daños. En general, tienen un papel muy
importante en la configuración del orden social. (Gutiérrez, 1997: 97)
La guerra rompe
por tanto con la idea de unas instituciones jurídicas o reglas de juego
universales, y con el ideal de cobertura del derecho moderno, el cual puede
entenderse como:
aquella
situación en la que el proyecto jurídico que engendra la asociación
Estado-Derecho, interpela a todos y cada uno de los individuos que hacen parte
del territorio que representa un Estado. Esa situación de cobertura, supone que
las relaciones sociales están determinadas por la regulación estatal[5].
En términos Gramscianos se hablaría se una situación de dominación hegemónica
plena por parte de la asociación Estado-Derecho. Así mismo la cobertura supone
una posibilidad de acceso universal al sistema de reglas. Es decir, el proyecto
político y jurídico que encarna el Derecho, ha logrado imponer un sistema de
reglas a partir del cual se ponen en marcha las interacciones sociales y al que
todos los individuos tienen derecho a acceder. (García, 1997: 27)
A partir de la
idea de cobertura puede postularse que la ciudadanía civil marshalliana implica
que las relaciones sociales se descifran a través un lenguaje común, el
derecho. Para el caso colombiano y específicamente en los espacios de guerra,
el asunto es que la cobertura del derecho se rompe y los competidores del
Estado desarrollan esquemas de regulación social propios.[6]
Los ejemplos en
este ámbito son abundantes y sobre ellos se ha hablado mucho. Es bien sabido
que en zonas de control guerrillero y paramilitar los representantes del
aparato jurídico del Estado han ido perdiendo centralidad y en algunos casos
han sido obligados a abandonar sus funciones. Paralelo al declive del derecho
de Estado como el mediador social, en zonas de conflicto se ha empezado a
consolidar un precario pero efectivo "sistema jurídico" manejado por
quien ejerce el dominio militar. En
zonas del sur del país, la guerrilla no sólo castiga a los ladrones, sino que
ha establecido un sistema de multas para sancionar, riñas callejeras, caza de
especies protegidas, pesca con red o dinamita. Incluso el chisme, la
infidelidad (especialmente la femenina) y el abandono de un animal fuera de los
espacios permitidos para su ubicación reciben castigo. Así mismo han impuesto
el cobro de tributos a actividades tan diversas como la ganadería y las ventas
ambulantes (Alternativa, 1999: 22-23).
Esa
construcción de un incipiente orden jurídico a partir de la regulación de las
actividades cotidianas de los habitantes de las zonas de control guerrillero,
opera sin embargo, con un grandísimo nivel de arbitrariedad, pues aunque son
claras las actividades sujetas de sanción, las penas impuestas por las
violaciones al orden guerrillero dependen de la voluntad de los insurgentes. Y
su voluntad es tan variable que el infractor se arriesga al pago de pequeñas
cantidades de dinero o a la pérdida de la vida.
Regímenes autoritarios.
En referencia a
los derechos políticos, la dinámica de la guerra ha generado básicamente su
desaparición. En el esquema marshalliano el surgimiento de los derechos políticos
tienen que ver fundamentalmente con la posibilidad de elegir y ser elegido. De
hecho, la historia de la ciudadanía se relaciona con la ampliación de la
participación política de los miembros de la sociedad (incorporación de nuevos
sectores sociales) como electores y potenciales miembros de corporaciones
públicas. Adicionalmente, los derechos políticos se fundamentan sobre el
reconocimiento del disenso y de la lucha de opiniones, es decir la competencia
política. La guerra está lejos de reproducir esa dinámica. Los espacios
ciudadanos que nacen en medio de la guerra establecen un orden autoritario en
el que el disenso no tiene cabida. Los sujetos que hacen parte de los espacios
de dominación de los actores armados no pueden ser catalogados como sujetos de
derechos políticos.[7]
La naturaleza
del conflicto hace que cada actor represente una postura política, que surge
bien por el cerramiento de los espacios institucionales estatales, o por la
imposibilidad del establecimiento para hacer frente a sus detractores armados.
Así, el debate político se ha transformado en un enfrentamiento bélico. Aquí
aplica muy bien la sentencia Claussewitziana de que “la guerra es la
continuación de la política por otros medios”. Lo complicado no obstante, es
que los actores del conflicto construyen comunidades en las que se limitan las
titularidades políticas. La máxima de las ciudadanías de la guerra se resume en
una transferencia total de la soberanía individual a cambio de la provisión de
unos derechos, con la condición de que el disenso quede proscrito. Aquellos con
inclinaciones políticas diferentes son potenciales enemigos que como tales
deben ser tratados. La población civil entra en la dinámica de amigo enemigo,
quien no está a mi lado está en mi contra.[8]
Los espacios ciudadanos de la guerra se articulan de una manera absolutamente
vertical, los sujetos inmersos en ellos quedan bajo un esquema jerárquico de
dominación en el que dependen de la voluntad de quien controla las armas; así,
se anula la dimensión política de la ciudadanía.
En el Meta un
departamento de presencia histórica de las FARC, los casos de limitación del
debate político han sido abundantes. Efectivamente, las elecciones del 26 de
octubre de 1997 estuvieron marcadas por el peso del movimiento insurgente. Ese
es el caso del municipio de Mesetas en donde la guerrilla ordenó a los dos
candidatos inscritos la renuncia a sus pretensiones políticas; sin embargo,
pese a la advertencia de la guerrilla los aspirantes continuaron sus campañas
hasta que uno de ellos fue abaleado. En ese momento, un mes antes de los
comicios, el candidato restante no podía legalmente retirar su candidatura, y
aunque paró la campaña, el día de las elecciones obtuvo un voto, con lo que
legalmente accedía a la alcaldía del pueblo. Pese al “triunfo electoral”, el
nuevo mandatario de Mesetas estaba vetado por las FARC. Posteriormente este
grupo lo retuvo, lo obligó a renunciar y más tarde exigió la realización de
nuevas elecciones. Para la puesta en marcha del nuevo proceso electoral se entabló
una negociación con la gobernación del Meta, sin embargo, el peso del
movimiento insurgente fue determinante en los resultados. De hecho, los nuevos
candidatos recibieron el aval del grupo insurgente y se les obligó a cumplir
con un mismo plan de gobierno independientemente de quién fuera el ganador.
Casos similares
ocurrieron en los municipios de Puerto Lleras y Puerto Rico. No obstante, en
los municipios de Uribe, donde se eligió al alcalde con 12 votos, y El Castillo
en el que la votación no superó los 30 sufragios, la guerrilla no encontró
evidencias de ilegitimidad y los nuevos mandatarios permanecieron en sus
cargos.
En la tierra de Robin Hood.
La última dimensión de la ciudadanía tiene que ver con aquella en la que el individuo es sujeto de derechos sociales. En Marshall esto se relaciona directamente con la existencia de los estados de bienestar, en la medida en que la ciudadanía social debe traducirse en el establecimiento de un bienestar económico, la seguridad de compartir una herencia social y la posibilidad de vivir una existencia civilizada. Los espacios ciudadanos de la guerra aunque están lejos del ideal marshalliano, si desarrollan unos precarios esquemas de acceso a derechos sociales vía los agentes armados. En efecto, actores como la guerrilla han garantizado a los pobladores de sus zonas de influencia el acceso a recursos que caben bajo la ciudadanía social. Pueden contarse por ejemplo, la seguridad económica de los campesinos que en las zonas de cultivos ilícitos dependen de éstos como medio de vida. Por su parte, el paramilitarismo en algunos casos junto con narcotraficantes, ha desarrollado “políticas” de “reforma agraria” y de redistribución de recursos económicos, siendo el caso más famoso el de Córdoba, donde tras la desmovilización del EPL, los Castaño entregaron 16.000 hectáreas de tierra a campesinos pobres, y establecieron una fundación con el fin de brindar asesoría técnica y financiera a los pobladores de la zona. (Romero, 1998: 26) Adicionalmente, vale la pena citar una frase de Carlos Castaño en la que resume la lógica de la construcción de una ciudadanía social en los espacios de guerra: “Siempre voy con los fusiles adelante y los buldóceres detrás” (Cambio 16, 1997: 27)
Lo clave aquí
es que aunque el tipo de ciudadanía social que se establece alrededor de los
actores en conflicto tiene restricciones gigantescas, en la medica en que se
desarrolla en espacios autoritarios, y que por tanto no esta cercana a la
propuesta marshalliana, sí genera el acceso a recursos materiales y a un mínimo
“bienestar” económico. Sin embargo, el costo de acceder a la “asistencia
social” de los grupos armados, consiste en entrar a sus espacios de dominio y
someterse a su estructura vertical. Aquí, se entregan recursos a cambio de
compromiso y lealtad, elementos fundamentales en un esquema de guerra.
Como con la
ciudadanía civil, la lógica de la guerra hace que el Estado colombiano
encuentre competidores muy fuertes en lo que tiene que ver con la construcción
de la ciudadanía social. Algunos sectores del Estado, se niegan a entender esta
situación y simplemente reproducen la lógica de que quien no esta con el Estado
esta contra él. Un ejemplo claro de esto fueron las marchas cocaleras
desarrolladas en el sur del país en 1996. Éstas pusieron en evidencia que la
ciudadanía social de más de 300.000 colombianos dependía de la economía ilegal
de la droga y estaba garantizada por la dominación militar que sobre esa zona
del país detenta la guerrilla. La lógica de la guerra hizo que el Estado descifrara
a esos campesinos como enemigos y por tanto como individuos que no pertenecían
a la ciudadanía legal. Es decir, no logró captar que la protesta significaba un
llamado a la incorporación y legalización social de miles de individuos. Así,
el Estado resuelve que el campesinado, lejos de ser tratado a través de
programas sociales, se convierte en objetivo de “los planes represivos de las
Fuerzas Armadas y [de] políticas que no consultan sus intereses económicos y
sociales”. (Ramírez, 1996, 61). Los colombianos del sur, seguirán bajo el
dominio de la guerrilla y deberán actuar según las normas de ese espacio
ciudadano; esto gracias al poder del actor armado y a que no caben dentro de la
ciudadanía oficial.
A modo de conclusión
La propuesta
que se ha hecho aquí de leer la violencia colombiana a través del concepto de
ciudadanía, ofrece elementos muy interesantes tanto para el debate teórico de
la ciudadanía, como para el análisis de los conflictos en Colombia. En efecto,
al tema de la ciudadanía le pone ante sí un reto, y es el de ver que en un
mismo territorio nacional no se desarrolla un único proceso de construcción
ciudadana, y que la unidad de la nación no sólo se desarrolla a través de una
apertura de los espacios políticos estatales, o por medio de la ampliación
de los derechos de los asociados. Sobre el conflicto colombiano, la lectura
desde la ciudadanía permite ver que los actores en conflicto representan más
que simples oposiciones a un régimen; son también redes de pertenencias
comunales y espacios de titularidades.
Esos espacios
se articulan con una verticalidad
contundente, y desarrollan un campo de derechos bastante restringidos. Los
ciudadanos de la guerra son la base social de un conflicto interno en el que la
población civil se cruza involuntariamente, pero que para los actores del
conflicto es fundamental pues se transforman en los militantes civiles de las
fuerzas en conflicto.
Así, pensar en
la consolidación de un orden republicano ciudadano y por lo tanto de una nación
unificada, implica que el nuevo adentro debe ser una construcción negociada y
no simplemente la conversión de unos infieles.
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[1]Los estados nacionales del siglo XVIII y XIX nacen como estados burgueses, que como unidades políticas y territoriales ejercían un dominio sobre poblaciones que como la negra, la indígena o la campesina, estaban por fuera de la comunidad ciudadana de derechos. Ahora bien, con el tiempo lo que se va dando es una sintonización entre el tamaño del Estado y el de la ciudadanía. En términos ideales la comunidad ciudadana debe fundirse con la estatal nacional, cuando los miembros del territorio se incorporen plenamente como ciudadanos.
[2] Alain Touraine (?) señala cómo en América Latina la explicación de muchos conflictos políticos no se encuentra en factores como la clase o el nacionalismo, sino en el dilema de la integración a los espacios políticos. El enfrentamiento es entonces entre incluidos y excluidos, mas que entre clases o comunidades nacionales.
[3]Como lo señala Gonzalo Sánchez (1990: 15) la estrategia de Laureano Gómez de repetir una y otra vez que existían un millón ochocientas mil cédulas falsas, equivalía a despojar de la ciudadanía al partido liberal.
[4] El control guerrillero de en algunos sectores de Barrancabermeja es una muestra de ello.
[5]Teniendo en cuenta a Michael Mann se podría asociar la situación de Cobertura, con la consolidación de lo que este autor denomina el poder infraestructural de Estado. Es decir, el momento en que el Estado ‘penetra y coordina centralizadamente las actividades de la sociedad civil a través de su propia infraestructura’; en otras palabras es el momento en que el Estado penetra la vida diaria. Ver: Mann, Michael. “The Autonomous Power of the State: its Origins, Mechanisims and Results.” En: Hall, J.A. (Ed.) States in History. Cambridge: Basil Blackwell Ltd. 1989. Págs 109-137.
[6]No puede olvidarse que la justicia estatal encuentra problemas por su ineficiencia y acceso limitado, con lo que cede terreno a las “otras justicias”.
[7]En este punto vale la pena recordar el desarrollo de la ciudadanía en Brasil entre 1930 y 1945. La comparación resulta interesante no porque ese país se encontrase en guerra en aquel periodo, sino porque como lo anota José Murilo de Carvalho en esa época el Estado brasileño construyó una ciudadanía social en un contexto de amplias restricciones a las libertades civiles y políticas (pp. 82). El punto es entonces, que se puede hablar de ciudadanía en contextos en los que alguna de las dimensiones marshallianas encuentra limitaciones. La construcción de ciudadanía tal como se está trabajando en este texto, remite a los modos contingentes de estructuración de los espacios públicos a partir de alguna de las tres dimensiones de derechos marshallianos.
[8]Carlos Castaño en una entrevista concedida a Cambio 16 refleja claramente la lógica que aquí se describe. Con relación a la población civil muerta en las acciones de Mapiripán afirmó: “Lo único que acepto es que mato guerrilleros fuera de combate. No son campesinos inocentes. Son guerrilleros vestidos de civil” (1997: 27)